Solución Salina al 0.9%


La Aguja parece haber entrado bien. La anestesia hace su trabajo. Es el cuarto punto que me cogen y las lágrimas no se cansan de salir. “Me voltee en el carro”: Repito con cansancio a todos los médicos, enfermeras y personal del hospital que me atienden. Un hueco en mi cabeza relata la gravedad del asunto, mientras volteo mis ojos hacia atrás y me desmadejo en un intento frustrado por quedar inconsciente. Pienso: Voy a morir.

“Quédate quieto”. Una voz dulce, creo reconocerla: es mamá. Me acompaña. Recuerdo a la mamá que me llevaba a la escuela. La mujer de vestidos largos que me besaba las heridas, los raspones que se fueron convirtiendo en piel en los brazos de mamá. Papá también esta cerca, lo escucho hablar con un agente del transito, pregunta por el estado del vehículo. “Así no se va a poder”, La voz del medico que me hace quedar otra vez sin vida.

De repente, una imagen, soy pequeño y quiero dormir. Recuerdo un ataque de asfixia, recuerdo como me forzaba para quedarme dormido de nuevo. Apretaba mis ojos e imaginaba que el dolor desaparecía. En ese mundo de niño entendía que la vida es concreta, que lo que vemos es lo que duele, lo que no, puede pasarse por alto. Aunque no resultó, una lagrima de amor sabia escaparse por la mejilla, era una brisa de dolor que me hizo recordar mi primer y único amor. De hecho me acompañaba en ese instante. Entre los gritos de dolor y los forcejeos internos, logre abrir los ojos para verle. Allí estaba, poniéndose tan mal como yo, llorando igual, fue cuando pensé en el sentimiento que podía tenerle, en la pureza, la transparencia de mis sentimientos hacia esa persona. Durante toda la adolescencia determiné como ley de vida, que el amor, no estaría entre mis sentimientos favoritos. Ahora, contradiciendo todo lo que había establecido el adulto rompía la regla y se entregaba al sentimiento dulce, a la realidad humana de la compañía. Pienso en sus besos, en sus abrazos, en su piel, en su existente y como si me tendiera una mano para levantarme me calmó.

“Solo tres más”, respiro profundo y el doctor empieza de nuevo a escarbar. Sin ánimo de llanto, hago una arcada final para vomitar el resto de líquido que le quedaba a mi cuerpo, vomito mis lágrimas. Una orquesta sinfónica se derrama por mis mejillas y dejo que salga. El sentimiento de que existe un pulso esta presente. Mientras abro mis ojos para descubrir que no puedo ver más que una especie de líquido rojo, que cubre mis ojos. La sangre que empezó a salir de la herida cubre mi cara, delata mi naturaleza animal, mi humanidad con su olor particular.

“Terminé”. Respiro una vez más. Descanso y me siento en la cama de inmediato. Un frio, una sensación de helamiento derrite mi cotidiana frialdad y me hace caer dormido en un sueño profundo del que no quiero volver. Mientras caigo, el médico les dice a todos que me ha puesto una droga para dormir. Yo que caigo en un vacio profundo pienso: “Todo esta bien, al final de todo, morir no esta tan mal”.

 
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